UNO Septiembre 2016

Cuba, entre el pasado y el futuro

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Cuando el avión presidencial de Barack Obama aterrizó en el aeropuerto de La Habana el 21 de marzo de 2016, Cuba no fue una fiesta. La última visita de un presidente norteamericano a la isla se remontaba a la de John Calvin Coolidge en 1928, ochenta y ocho años antes. Las autoridades cubanas eran conscientes de que Obama estaba haciendo historia, como Nixon con su apertura a China o Reagan con la caída del muro de Berlín, pero no el régimen castrista que, aun manteniendo su identidad política, abría la puerta, más por necesidad que por virtud, a unos Estados Unidos cuyo presidente ansiaba un hito decisivo que grabase a fuego su mandato en los libros de la política exterior de su país. De manera que Raúl Castro y su gobierno impartieron instrucciones exigentes: Obama sería fríamente recibido, no se mostraría adhesión popular a su persona, ni se registrarían grandes concentraciones populares. Y no las hubo, aunque sí se pudo captar por los medios de comunicación un sentimiento mayoritario de conformidad y alivio con la nueva política del presidente norteamericano. Obama añadía así a su elenco de éxitos internacionales –además de la Conferencia de París sobre el cambio climático, la firma de Tratado de Libre Comercio con Asia y el Acuerdo Nuclear con Irán– la reapertura de las relaciones diplomáticas con Cuba, lo que conllevaba, además de otras consecuencias, la salida del país caribeño de la ominosa lista de Estados favorecedores del terrorismo.

Las autoridades cubanas eran conscientes de que Obama estaba haciendo historia, como Nixon con su apertura a China o Reagan con la caída del muro de Berlín

Unos días antes, la Unión Europea dio el primer paso para favorecer la distensión occidental con el régimen de Castro. El 11 de marzo Bruselas levantó el veto al diálogo político con Cuba y restableció relaciones diplomáticas. Acababa así la llamada “posición común” que aplazaba –el Gobierno español apadrinó esta actitud– una nueva y abierta relación con la isla hasta tanto no se constatase fehacientemente que su Gobierno democratizaba el régimen y respetaba los derechos humanos. La “posición común”, además, trataba –y lo logró durante casi dos décadas- de evitar que EE. UU. hiciese una política autónoma de la Unión Europea en y con Cuba. La UE disponía de contundentes argumentos económicos, además de la presión de EE. UU., para superar la “posición común”: es el primer inversor extranjero en la isla; el segundo socio comercial tras Venezuela y un tercio de los turistas que visitan el país es europeo. Europa franqueaba a Obama el despliegue de todas sus medidas de buena vecindad con Raúl Castro y permitía que su visita al país se produjese en un clima de general distensión, no obstante mediatizado por el mantenimiento desde 1960 del bloqueo norteamericano –que corresponde levantar al legislativo– y la ausencia de transporte directo de viajeros y mercancías entre la isla y el continente, asunto que se ha encauzado ya de manera positiva tanto para el Gobierno norteamericano como para La Habana.

Pese a la altivez de las autoridades cubanas –que ciertamente han mantenido las esencias del régimen castrista contra viento y marea– la certeza de un colapso económico y, como consecuencia, de un posible estallido social había erosionado su determinación. Cuba está fuera del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, al mismo nivel de aislamiento que registra la República Popular de Corea. Su situación era –lo es todavía– de estrangulamiento político internacional más aún después del curso que los acontecimientos están tomando en otros países latinoamericanos en los que la recesión del populismo gobernante –es el caso de Venezuela o Argentina– resta apoyo y sostén a Raúl Castro y al régimen instaurado por su hermano Fidel que ha permanecido por completo al margen de estos históricos movimientos como referencia de la revolución que él encabezó e instaló en la isla.

La UE disponía de contundentes argumentos económicos, además de la presión de EE. UU., para superar la “posición común”: es el primer inversor extranjero en la isla; el segundo socio comercial tras Venezuela y un tercio de los turistas que visitan el país es europeo

Con estas medidas, Cuba se ha situado entre un pasado a medias superado y un futuro por definir. O sea, se encuentra en una cierta disrupción de su trayectoria, en un presente inestable y provisional que no se empezará a resolver hasta el Congreso del Partido Comunista de Cuba en 2018 en cuyo ámbito se formalizará la jubilación política de Raúl Castro y la consagración del nuevo liderazgo de Miguel Díaz-Canel Bermúdez, en la actualidad primer vicepresidente del país. En lo político, tanto Estados Unidos como la Unión Europea han optado por lo que se denomina “la solución biológica” que consistiría en no forzar cambios políticos estructurales –en sentido democrático– hasta tanto los hermanos Castro sean vencidos por la edad y sustituidos por una nueva clase dirigente generacionalmente apartada de las vicisitudes históricas que determinaron el régimen comunista y la hostilidad recíproca entre Estados Unidos y Cuba. La “solución biológica”, sin embargo, podría ser verosímil y hasta probable, pero no del todo segura. De ahí que muchos observadores escépticos estimen que la isla será la “China del Caribe” por muchas décadas más, incluso indefinidamente, si al levantar el veto económico, no se ha conseguido hacer lo mismo con el que La Habana opone al democrático. Obama y la propia UE saben bien que esa es la gran insuficiencia de la operación en Cuba y confían en que la suavización socio-económica permee en la población, cree clases medias y profesionales, nuevos autónomos, más flujos turísticos y, como consecuencia, un natural tránsito hacia un sistema democrático. Es seguro, no obstante, que, pese a la frustración de la diáspora cubana en Estados Unidos, los Castro terminen sus días en la cama y en loor de multitud.

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La relevancia de Cuba es geoestratégica y política. Ambas vienen determinadas por su cercanía física a las costas de Florida. La isla es como un inmenso portaaviones en el mar del Caribe que, ya sin agredir a los Estados Unidos, recuerda a Washington que tiene algunos serios problemas en su tradicional backyard que ha dejado de serlo para convertirse en un espacio estratégico con una mirada como la de Jano: al Pacífico y al Atlántico. Si no fuese por esa sustancial relevancia geoestratégica, Cuba no habría resultado el florón de la política internacional de Obama. Su demografía es baja (sólo 11 millones de habitantes), su crecimiento es limitadísimo y los salarios, además de escasos, están férreamente intervenidos por el Estado. La deuda cubana alcanza el 5 % de su PIB, las exportaciones a ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, alternativa a ALCA, Área de Libre Comercio de las Américas) sufren mucho y la infraestructura hotelera –decisiva para el turismo que sería la primera industria nacional– requiere de un impulso decisivo lo mismo que otras infraestructuras (viarias, portuarias) la logística, la energía, la industria agroalimentaria y los servicios en general. Hay futuro, pero la revolución castrista que se inició formalmente el primero de enero de 1959, políticamente aislada y económicamente bloqueada, no ha logrado sacar a la población cubana del subdesarrollo ni reintegrarles las libertades que los dictadores que precedieron a Fidel Castro les habían arrebatado.

Estados Unidos como la Unión Europea han optado por lo que se denomina “la solución biológica” que consistiría en no forzar cambios políticos estructurales –en sentido democrático– hasta tanto los hermanos Castro sean vencidos por la edad y sustituidos por una nueva clase dirigente generacionalmente apartada de las vicisitudes históricas que determinaron el régimen comunista

En este contexto, España ha estado en la media distancia: no ha sido de los primeros países en ponerse al frente de la apertura (lo ha hecho antes Francia, por ejemplo), pero ya en mayo de 2016 los ministros de Exteriores y Cooperación y la de Fomento viajaron a La Habana y, recibidos esta vez por Raúl Castro, establecieron un marco de relación económico favorable para Cuba e interesante para las empresas españolas de hostelería e infraestructuras (el 40 % de las plazas hoteleras en la isla las proporciona empresas españolas). Será necesaria en el futuro inmediato una visita del Rey y del presidente del Gobierno español para consagrar una nueva etapa de colaboración que ejerza, con el concurso de otros países, una fuerza tractora de la República de Cuba no sólo hacia el bienestar económico, sino también hacia la transformación política. Dejar que se enquiste un sistema capitalista en lo económico y autoritario poscomunista en el Caribe, a tiro de piedra de Estados Unidos y con el panorama de inestabilidad en Latinoamérica, posibilidad muy real ahora, introduce elementos de inquietud y deja un sabor agridulce –desde el punto de vista democrático– sobre el alcance y las consecuencias de la operación de reformulación de las relaciones con Cuba, cuyo pasado está siendo superado pero cuyo futuro no termina de despejarse, en un presente cargado de incertidumbres y temores. El objetivo sería rematar una gran iniciativa histórica: ayudar a Cuba en el camino a una economía de mercado debidamente corregida, incorporando mayores libertades, que la inserte definitivamente en la comunidad internacional.

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