UNO Julio 2015

Bienestar: debate sin prejuicios

 

Le debemos mucho al Estado de bienestar. El éxito de Europa en la segunda postguerra tiene mucho que ver con el Welfare británico, la economía “social” alemana o los “treinta gloriosos” en Francia. Aunque los socialistas siempre se apropian del modelo, estamos ante un fenómeno transversal desde el punto de vista ideológico. Por supuesto que debemos recordar a Lord Beveridge, a Hermann Heller y la “procura existencial” (Daseinvorsorge) y a las socialdemocracias nórdicas, con Suecia como referencia clásica. Pero conviene tener presente que en el origen de los “seguros sociales”, en fecha muy anterior, aparecen políticos conservadores como Benjamín Disraeli o nuestro Eduardo Dato. En plena euforia del bienestar, aunque ya cuestionado por la crisis del petróleo de 1973, nuestra Constitución proclama con solemnidad en su artículo 1.1 que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”, copiando así en lo sustancial a la Ley Fundamental de Bonn. Juristas, sociólogos, politólogos y economistas han dedicado muchas páginas a descifrar las causas y consecuencias de este concepto cuyos fundamentos teóricos explicó mejor que nadie Manuel García-Pelayo. Todo más o menos en orden, hasta que llega la crisis actual…

Si somos objetivos, reitero, hay que reconocer sus méritos al sistema de bienestar. Si sus defensores a ultranza se quitan la venda ideológica, deben admitir también sus debilidades. El Estado social sale muy caro, hasta el punto de que hace muchos años James O’Connor habló de “crisis fiscal” del Estado. Exige subidas de impuestos y genera una burocracia a veces ineficiente para su gestión. Desde el punto de vista ético, diluye la responsabilidad personal ante la falta de incentivos. Favorece la existencia del free-rider, esa especie de “gorrón” universal que solo busca beneficios particulares y nunca coopera. En la Teoría Política, otro pensador nada sospechoso, Niklas Luhmann, afirma que el Estado social es víctima de las expectativas exageradas que suscita. Por tanto, hay ventajas pero también hay inconvenientes. Reagan/Thatcher, bajo el manto ideológico de Hayek, impulsaron en su día una “revolución”/ “reacción” neoliberal. Los keynesianos de todos los partidos han reaccionado con energía. En plena crisis financiera, el debate se activa con algunos datos relevantes y con excesivos prejuicios partidistas. Por eso conviene poner las cosas en su sitio a base de sentido común.

Niklas Luhmann afirma que el Estado social es víctima de las expectativas exageradas que suscita

Socialistas y liberales exageran sus puntos de vista. Desde la izquierda (en sentido amplio), las culpas se trasladan al capitalista insaciable y al político sumiso. La avidez de los mercados y la economía monetarista nos llevan, al parecer, a la ruptura del pacto social derivada de la maldad intrínseca del adversario. Todo se vuelve diatribas contra el capitalismo “salvaje” y los neocons “libertarios”. La derecha tampoco se muestra particularmente lúcida en esta renovada batalla de las ideas. Defiende su gestión eficaz frente al despilfarro socialista y produce especialistas y tecnócratas. Luego se extraña del predominio “progresista” en ese frente que condiciona los comportamientos sociales (incluidos, cómo no, los electorales).

Todo ello contiene una parte de verdad y oculta, en cambio, otra parte muy considerable. El sistema de bienestar resulta insostenible cuando perdemos el sentido de la medida. Gasto improductivo, fiscalidad insoportable y mentalidad alienada por la exigencia de los derechos sin la contrapartida de los deberes forman un triángulo perverso, que los observadores objetivos perciben con toda claridad. También es conveniente ser realista antes de pronosticar nuevas crisis con un enfoque determinista que la historia desmiente una y otra vez. Dicho de otro modo: guste o no guste, la quiebra de Lehman Brothers no significa la muerte del capitalismo, un sistema económico perfectamente capaz de superar sus propias contradicciones. A las pruebas nos remitimos.

Las clases medias emergentes exigen un nuevo estilo de democracia. Es innegable que existen esas nuevas clases medias, pero también que las de siempre siguen ahí, con sus líderes naturales. Así lo demuestra el éxito reiterado de Angela Merkel. Por tanto, donde la economía funciona, el viejo contrato social permanece vivo y operante. Sin embargo, en muchos sitios ya no funciona. Por eso, según casi todos los indicadores, la desigualdad aumenta. Abusando del prefijo, se habla de sociedad del postbienestar, más cuidadosa en el consumo y menos ambiciosa en sus proyectos vitales. Se acabaron los tiempos del crédito fácil y el consumo ostentoso. Mantener el status se convierte en un objetivo más que suficiente.

Donde la economía funciona, el viejo contrato social permanece vivo y operante

En España, por cierto, la fortaleza de la familia, la salida de jóvenes cualificados y el dinamismo de ciertos sectores económicos son factores que influyen a la hora de afrontar la crisis con el menor daño psicológico posible. Aquí puede ser menos traumático asumir el eufemismo de una “sociedad participativa”, en el sentido de que el Estado ya no podrá cumplir su compromiso social y la gente tendrá que aportar más. Por eso no sirve de gran cosa exigir el planteamiento formulado por las Constituciones (Estado social, derechos a prestaciones públicas, estándares elevados de calidad de vida) o en los tratados comunitarios o en otros documentos con mayor o menor valor normativo, adoptados en épocas de bonanza. Buenos deseos (que todos compartimos) no equivalen a buenas soluciones. Más bien al contrario, porque la política bienintencionada conduce a resultados inciertos. Sin embargo, el gran argumento de la izquierda atribuye a ciertas élites extractivas la ruptura voluntaria del “pacto”, de donde se siguen desigualdades inaceptables entre los pocos (upper class) y los muchos, ya sean directamente excluidos o reducidos a la condición de mano de obra barata. Digamos, para simplificar, que la élite es cada vez más rica y la masa cada vez más pobre. Queda claro, según los análisis al uso, que esta nueva clase dominante solo integra a los propietarios y a los gestores del gran capitalismo global y que desplaza a las antiguas clases “acomodadas”; léase, profesionales de razonable éxito, altos funcionarios o empresarios medianos.

He aquí el estado de la cuestión. Pero lo importante es que la austeridad no es un capricho, sino una necesidad objetiva, si bien es imprescindible aplicar los “recortes” a los gastos improductivos y no olvidar que las clases medias son el sustento de una buena democracia. Si los grandes partidos de centro-izquierda y centro-derecha no consiguen plantear propuestas atractivas, se abre el camino al populismo, fórmula contemporánea de la demagogia. Pura y simplemente, el peor camino posible.

Benigno Pendás
Director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales / España
Es catedrático de Ciencia Política y letrado de las Cortes. Actualmente director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y Consejero Nato de Estado, es miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Acaba de ser galardonado con el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos por su libro Democracias inquietas. [España]

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