UNO Septiembre 2013

La red y el expolio informativo y cultural

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Hemos entrado en una fase histórica en la que la percepción de las enormes ventajas de Internet comienza a ser compensada con la de sus peligros, amenazas y riesgos. No tiene contemporaneidad intelectual plantear una enmienda a la totalidad a la Red porque tal actitud implicaría un profundo desconocimiento de los logros que gracias a ella está alcanzando la humanidad. Pero la sacralización de las enormes opciones de progreso que Internet ofrece es un planteamiento tan injusto como su demonización. La Red no es una panacea universal y su extensión y perfeccionamiento tecnológico, cada día más versátil, genera daños colaterales de gravísimas consecuencias. Ahora ha llegado el momento de erizar las defensas ante la Red de una de las propiedades vertebrales de las sociedades occidentales, la intelectual, de menor envergadura jurídica, al menos hasta ahora, respecto de la inmobiliaria y la industrial.

Los derechos derivados de la propiedad intelectual se plantean por muchas instancias como contradictorios al derecho –frecuentemente constitucionalizado– de acceso universal a los productos culturales. Cierto es que el constitucionalismo del siglo pasado ha valorado el acceso a la educación y a la cultura –conceptos diferentes– como universales, pero en lo que atañe a la segunda, en modo alguno ha establecido su gratuidad. Con la aplicación de una interpretación analógica respecto de los derechos a la sanidad y la educación, se ha extendido la creencia de que la producción cultural y la informativa debieran gozar de un estatuto de adquisición no onerosa. De ahí nace esa cultura de la gratuidad que ha despojado a la denominada piratería de connotaciones socialmente negativas, de modo tal que incurrir en esa práctica para el consumo de informaciones elaboradas –más allá de las noticias– y de obras de creación carece de una eficaz reprobación –no ya jurídica, que la tiene aunque precaria y titubeante en muchos países como en España– sino colectiva o social.

Robert Levine constata en su documentado libro que “alrededor de una cuarta parte del tráfico mundial de Internet consiste en contenidos pirateados

En el mes de marzo pasado, el novelista y ensayista español Javier Cercas se expresaba en estos términos en el diario El País: “El doctor Johnson opinaba que sólo los idiotas escribe sin cobrar. Tenía razón, y yo lo sé muy bien, porque hasta mis cuarenta años no hice más que el idiota; y mucho me temo que pronto tendré que volver a hacerlo. Según menciona el informe de la FGEE, el 58% de los españoles lee ya en formato digital; pero de ellos, el 68% baja o descarga gratuitamente los libros. Soy incapaz de hacer una interpretación optimista de este dato. Sólo se me ocurre decir que, contra semejante robo, como contra la corrupción, no cabe más defensa (además de maestros bien pagados) que la de una ley eficaz y la de unos políticos que se atrevan a promulgarla y aplicarla”.

La piratería es considerada ya por un intelectual de primera línea como robo y asimilada a la corrupción, opinión en la que converge, con palabras diferentes pero al hilo del mismo discurso, Antonio Muñoz Molina en una pieza de altura (“Gran Industria”) publicado igualmente en el diario El País. Para el prosista jienense “un escritor o un músico que reivindique a cara descubierta el derecho no ya a vivir de su trabajo sino a recibir una mínima compensación por parte de quienes, poco o mucho, disfrutan de él, recibirá comentarios de una agresividad que da escalofríos, bastante mayor que la que provoca un banquero o un político ladrón. La idea de que un libro, una película, un disco, generan un trabajo digno para las personas cualificadas gracias a las cuales llegan a existir y que ese foco modesto de prosperidad irradia más allá de ellas, no parezca que merezca la consideración ni de una parte del público ni de los dirigentes políticos”.

Han irrumpido –como negocios parasitarios– los agregadores y motores de búsqueda que no sólo se benefician del trabajo de otros sino que, además, incorporan ganancias por inserción de publicidad

08_1Las deprimidas opiniones de estos dos autores de referencia están avaladas por un estudio de imprescindible lectura para comprender la hondura del expolio cultural e informativo que se perpetra en la Red. Me refiero al libro publicado por Robert Levine titulado “Parásitos” (Ariel), subtitulado expresivamente así: “Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura”. El autor se interroga en el prólogo de su obra sobre si “es el momento de preguntarse si la industria cultural tal y como la conocemos puede sobrevivir a la era digital” y, avanzando en el terreno fronterizo de la información, “si alguna industria mediática podría prosperar en un entorno en el que la información puede conseguirse tan fácilmente”. Las respuestas no son precisamente optimistas porque Levine constata con datos que “alrededor de una cuarta parte del tráfico mundial de Internet consiste en contenidos pirateados”. De lo que deduce que “al convertir en esencialmente opcional el pago por contenidos, la piratería ha fijado el precio de los bienes digitales en cero”. De ello colige que “lo único que todo el mundo le dirá sobre Internet es que la información quiere ser gratis (…) ya que el coste de sacarla a la luz es cada vez más bajo”.

Ya tenemos encima de la mesa no sólo el problema gravísimo de la proletarización de los creadores culturales, sino también la inviabilidad de los nuevos modelos de negocio de los medios de comunicación –del periodismo, en definitiva– alternativo al tradicional del papel en el caso emblemático de los periódicos. Levine es muy expresivo al respecto: “La idea de que los medios de comunicación online serán inevitablemente gratuitos viene de la teoría de que el precio de cualquier bien debería caer a su coste marginal. Dado que la distribución digital se vuelve más barata cada año, el coste marginal de los medios de comunicación sigue acercándose a cero”. En este panorama han irrumpido –como negocios parasitarios– los agregadores y motores de búsqueda que no sólo se benefician del trabajo de otros sino que, además, incorporan ganancias añadidas con la inserción de publicidad. En estas condiciones, el periodismo informativo online está llamado a la precarización, razón por la que “hasta el momento, el contenido generado por los negocios online no pueda competir con el de las compañías de medios tradicionales” tal y como subraya Robert Levine.

Está en juego la concepción de un medio de comunicación como negocio legítimo y, además, el periodismo como tal, que la Red amenaza en convertir en un oficio inútil con lo que implicaría de daño moral

Resulta incuestionable que la rectificación de esta inercia de expolio depende de una educación en valores que no se han inculcado desde la base escolar y de una eficaz normativa de verosímil aplicación. Pero también de un cambio radical de las víctimas de esta situación que son las entidades que agrupan a los creadores –músicos, escritores, actores, productores–, demasiado estáticas y resignadas y, especialmente, de un giro copernicano en la demagogia suicida de los medios de comunicación que con el miope afán de ganarse a las audiencias de internautas han fomentado un clima social como el que denuncian Javier Cercas y Antonio Muñoz Molina y refleja con un total verismo Robert Levine en su libro. Porque, no sólo está en juego la concepción como negocio –siempre legítimo– de un medio de comunicación, sino el periodismo que la Red amenaza en convertir en un oficio fosilizado e inútil con lo que ello conllevaría de daño moral en las sociedades democráticas. O sea, hay que reaccionar porque no estamos limitando la libertad de expresión ni la accesibilidad a la información y a la cultura, sino tratando de poner coto al expolio.

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