UNO Julio 2014

La diplomacia de la economía y la comunicación

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Henry Jon Temple, tercer vizconde Palmerston (1784-1865), y primer ministro británico en dos períodos de su vida, fue el político que de-sentrañó el contenido material de los verdaderos objetivos de ese soft power que es la diplomacia. Dijo: “La Gran Bretaña no tiene eternos aliados ni enemigos perpetuos, sólo intereses que son eternos y perpetuos”. Difícil localizar una guía tan pragmática del norte que debe marcar la política exterior de los Estados. Se trataría, en todo caso, de una política de geometría variable en la que no hay, de manera permanente y sostenida, otra cosa sino intereses de distinta naturaleza. Los valores quedan arrumbados.

Una de las actividades propias de la soberanía estatal –la política exterior– que no se descentraliza ni delega ni en los Estados compuestos en favor de entes infra estatales, ha experimentado una profunda transformación. A tal punto de que la diplomacia, instrumento esencial de la política exterior, se maneja como un concepto adjetivado reiteradamente: “nueva”. No podemos hablar de diplomacia a secas, sino hacerlo de una nueva diplomacia. ¿Y en qué consiste?: en la gestión colaborativa por parte de entidades diferentes al Gobierno, aunque bajo su dirección, de los intereses generales, preferentemente económicos, de las sociedades cuyo bienestar gestiona el Estado. Esta nueva diplomacia es, esencialmente, la ya denominada diplomacia económica a la que ha de añadirse la nueva diplomacia comunicacional.

La nueva diplomacia ha dejado de ser representativa y convencional para convertirse en un instrumento de política real, endureciendo sus perfiles

Un ejemplo reciente de las nuevas maneras y procedimientos de la política exterior de los Estados se ha producido con la peligrosa crisis de Ucrania y su enfrentamiento con Rusia. Ni por un momento se ha pasado por la mente de organizaciones como la OTAN, las Naciones Unidas o la propia Unión Europea, abordar el problema generado entre Kíev y Moscú desde el ejercicio de la fuerza, sino desde la tentativa constante de acuerdos diplomáticos que salvasen los enormes perjuicios –esencialmente económicos y concretamente energéticos– derivados de la práctica anexión de la península de Crimea a Rusia y de la inestabilidad en el Este ucraniano. Ejemplo típico de la nueva diplomacia: no parece relevante a estos efectos la situación de las comunidades rusas y ucranias y sus enfrentamientos, ni hay capacidad de disuasión para evitar que Putin reverdezca el sueño imperial ruso. La hay para salvaguardar los intereses energéticos de Europa y para ofertar a la opinión pública internacional, mediante técnicas de comunicación diplomática, la imagen que sobre el conflicto conviene se instale y que, en este caso, consistiría en la regresión de Moscú hacia peligrosas pautas de comportamiento internacional emparentadas con la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

En esta nueva diplomacia el Estado se deja ayudar por la colaboración privada (fundamentalmente la empresarial) y por las actividades para-diplomáticas de las autonomías y los ayuntamientos

La nueva diplomacia ha dejado de ser representativa y convencional para convertirse en un instrumento de política real, endureciendo sus perfiles. En la construcción europea se está desarrollando con energía el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), dirigido de manera inmediata por el Alto Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Se trata de una diplomacia común europea, servida por cientos de funcionarios públicos, procedentes del cuerpo propio de la Unión y de los cuerpos diplomáticos de los Estados miembros y que cuenta con casi ciento cincuenta delegaciones o embajadas con sus respectivos embajadores que sustituyen a los delegados de la Comisión y que han rebasado después del Tratado de Lisboa su carácter técnico-económico para realizar una actividad diplomática más integral en la que las materias económico-financieras e industriales siguen siendo, sin embargo, las más importantes.

02En España Pedro Sánchez Pérez-Castejón, doctor en economía y profesor de Historia del Pensamiento Económico, diputado en el Congreso por el PSOE, ha dirigido el libro “La nueva diplomacia económica española” (Delta Publicaciones) que es, en esta materia, el texto de referencia, indispensable para conocer, desde la particularidad de España a la generalización de la comunidad de Estados, los perfiles de esa nueva política exterior al servicio de objetivos contemporáneos que ya no tienen nada que ver con riesgos bélicos sino con la gestión de intereses financieros, energéticos, industriales y tecnológicos.
El planteamiento de esta nueva diplomacia, en el guión bien trazado por el autor, el Gobierno asume un papel protagonista –sin olvidar su inserción en la política exterior de la Unión– pero se hace ayudar por la colaboración privada (fundamentalmente asumida por las grandes empresas que son agentes esenciales de la denominada “marca país”) y por las actividades paradiplomáticas de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos más importantes.

Baste, a los efectos de este artículo, la remisión a la obra dirigida por Pedro Sánchez Pérez-Castejón que reúne todos los datos y precisiones para conocer a fondo la nueva arquitectura de la diplomacia española que no es diferente a la de otros países. Aunque, por el momento, está pendiente de una estructuración normativa que el actual Gobierno tiene en curso con el Proyecto de Ley del Servicio Exterior, un texto que ha de procurar un gran consenso interinstitucional y encajar con las pautas de la Unión Europea. Aunque no sólo, porque España tiene ámbitos preferentes y privilegiados de intereses que no coinciden con los de la UE: los países latinoamericanos.

Pero los intereses económicos del Estado (es decir, de las empresas y de las Administraciones Públicas) en el exterior deben maridarse con la comunicación. La diplomacia hoy es crear, transformar, persuadir y conformar la reputación del Estado y cincelar la “marca país”. Volvemos a la vieja idea –pero no por vieja menos cierta– del relato comunicacional que ha de acompañar la historia de los Estados en su política exterior. Las embajadas habría que entenderlas ya como auténticas corresponsalías para la emisión de esos mensajes del relato del Estado, centros de comunicación bien conectados con los grupos de interés previamente definidos y, a la vez, órganos de recepción de informaciones funcionales.

Hemos de pasar de las agregadurías o consejerías de información de las embajadas –cuyo concepto ha de ser severamente revisado– a la configuración de auténticas células de emisión y recepción de información y, por supuesto, en eficaces maquinarias de gestión de la reputación internacional, aspecto lamentablemente abandonado, o al menos no optimizado, no sólo por el Gobierno español, sino por otros de la Unión Europea.

Hay que convertir las embajadas en auténticas corresponsalías para emisión y recepción de información y en auténticas también maquinarias de la gestión de la reputación internacional del Estado

La nueva diplomacia –económica y comunicacional– exige replanteamientos muy serios: ¿deben ser cuerpos funcionariales del Estado los que asuman la gestión de la diplomacia en los cargos de mayor responsabilidad? Por el contrario ¿ha de servirse la diplomacia de los políticos como con enorme frecuencia se produce en los Estados Unidos?, ¿qué características técnicas han de exigirse a los diplomáticos más allá del conocimiento de idiomas?, ¿bastan los generalistas de los diplomáticos o se requiere más formaciones especializadas? Todas estas preguntas, y algunas más, se plantean al hilo de la nueva diplomacia que es, en realidad, la emergencia de un nuevo poder del Estado que, en determinadas ocasiones, se mancomuna con el de otros para compartir esfuerzos en pro de objetivos que trascienden, en el ámbito fundamentalmente económico, los intereses de un país porque inciden en los de cada vez más extensas regiones del mundo.

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