UNO Julio 2020

HACER de la COMPLEJIDAD una FUENTE de RIQUEZA

Muy al contrario de lo que pregonan ríos de tinta, la nueva normalidad se va a parecer mucho a la antigua. Pero algo aprenderemos de los errores cometidos en gestión de la crisis sanitaria y de sus efectos económicos. Han sido tantos, es tan buen material para el aprendizaje colectivo que debiéramos ser optimistas.

Si se levanta un poco la vista, lo primero que se observa es que muchas sociedades han reaccionado bien a la pandemia. Aquellas que han construido instituciones fuertes y cadenas de solidaridad creadas en crisis anteriores, están respondiendo mejor. Los países con una institucionalidad débil y fuerte apelación a la iniciativa individual y al mercado, lo llevan peor, sobre todo aquellos de sus ciudadanos que ya no esperaban nada de sus gobiernos.

Defendía Pierre Rosanvallon que, tras más de un siglo de las democracias pluralistas, carecemos de una teoría de la acción del gobierno. La democracia, para la mayoría de nosotros es un sistema de representación y sus condiciones; elecciones competitivas, amplia participación del cuerpo electoral, cierta libertad de expresión y unas instituciones en las que, al menos formalmente, existan contrapesos entre poderes nominalmente separados. Pero, formado un gobierno legítimo ¿cual es la teoría que asienta un buen gobierno? Más allá de una difusa defensa del interés general y su correlato electoral (ganar las siguientes elecciones) apenas sabemos nada.

“Los consensos sobre los que fundamentamos nuestras instituciones se han fragmentado, nuestras sociedades se han hecho más complejas, nuestra forma de gobernar no”

Tras la postguerra, el éxito político correlacionaba con la capacidad de formar alianzas electorales amplias (a socialdemócratas y democratacristianos debemos nuestros estados del bienestar) con las que gestionar instituciones nacionales que ampliaban derechos con la paz social suficiente para que las economías creciesen. Buen gobierno era sinónimo de coaliciones inclusivas y promesas de progreso.

Pero el optimismo de la década de los 90 (tan bien descrito por Ramón González Férriz en “la trampa del optimismo” Debate 2020) y la nueva dimensión global de la economía, disoció crecimiento e inclusión. No en todo el mundo, donde la pobreza no ha hecho sino disminuir, pero si en las “democracias avanzadas” en donde las coaliciones entre ganadores y perdedores de la globalización cada vez son más difíciles de articular y, la promesa de progreso ya no conlleva inclusión sino desigualdad, en medio de la mayor acumulación de capital nunca conocida en la historia.

Los consensos sobre los que fundamentamos nuestras instituciones se han fragmentado, nuestras sociedades se han hecho más complejas, nuestra forma de gobernar no. Hoy las pandemias se propagan globalmente en asientos “business”, pero la capacidad de alerta e intervención de los organismos internacionales chocan con fuertes burocracias y fronteras locales, sin mas recursos que el más arcaico de los instrumentos de protección de la población, el confinamiento. No sería justo defender que nuestros sistemas de gobierno no aprenden. El sistema sanitario, tan mejorable en muchos países, es un ejemplo de aprendizaje colectivo, guerra tras guerra, crisis sanitaria tras crisis, construimos instituciones que nos protegen precisamente porque tiene una cierta capacidad de anticipar el futuro. Pero sí lo es insistir en que vamos lentos y ciegos. Cada vez el futuro llega antes, sabemos menos de él y siempre nos pilla ajustando cuentas con el pasado.

Daniel Innerarity, nuestro mejor pensador local propone hacer de la complejidad y la aceleración de nuestras sociedades, en lugar de un espacio para la desafección de gobernados ante una política inteligible y la irritación de gobernantes ante ciudadanos insaciables, una fuente de conocimiento y de riqueza, una condición de posibilidad para nuestras democracias. En su última obra, publicada en plena pandemia (“Una teoría de la democracia compleja: Gobernar en el siglo XXI” Galaxia Guntenberg 2020) defiende que “Lo que más fragiliza nuestras instituciones democráticas es su mutilación o reduccionismo, su simplificación… porque hace las sociedades más vulnerables, menos capaces de afrontar sus problemas, precisamente porque las soluciones requieren de esa complejidad … Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por sistemas en los que se sintetiza una inteligencia colectiva (reglas, normas y procedimientos) y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes”.

“Cada vez el futuro llega antes, sabemos menos de él y siempre nos pilla ajustando cuentas con el pasado”

Pero elegimos personas, no sistemas. La ciencia y la tecnología ya ha aprendido a incorporar el “conocimiento distribuido” (en el que las decisiones no dependen de un solo centro) en sus procesos cognitivos y de decisión, pero la política no. Imaginemos un líder de un partido político cuyo programa sea señalar dudas, dudas significativas con la honestidad de reconocer que desconoce la respuesta. No conozco a políticos con tanto coraje, pero tampoco a electores dispuestos a darles su confianza, y sin embargo nos va la vida, y no es una metáfora, en hacer de nuestros gobiernos sistemas de aprendizaje colectivo bajo condiciones de ignorancia (Collingridge).

Pensemos en ello la próxima vez que valoremos a nuestros políticos.

 

Joan Navarro
Socio y vicepresidente de Asuntos Públicos en LLYC
Licenciado en Sociología y Ciencias Políticas por la UNED y PDG por el IESE, es especialista en estrategia política. Director de Relaciones Institucionales y Comunicación de la Sociedad Estatal acuaMed (2007-2008), Director del Gabinete del Ministro de Administraciones Públicas (2004-2007). Miembro de capítulo español del Strategic and Competitive Intelligence Professional (SCIP) y autor de “lobbying, Gestionar la influencia” en Comunicación Política (Ed Tecno, 2016) y “desprivatizar los partidos” (Ed. Gedisa, 2019). [España].

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